De pronto el
dolor acudió a mí como si fuera víctima de la mordedura de cien ratas
hambrientas. Las agudas punzadas de dolor recorrían mi cuerpo cada pocos
segundos. Yo sentía la imperiosa necesidad de gritar y pedir ayuda, pero aun
así mi cuerpo se mantenía sumido en un aparente estado de reposo.
Mis párpados
apretaban con fuerza mis ojos. Mis labios se comprimían dibujando cientos de
diminutas grietas. Mi barbilla describía arrugas y el sudor comenzaba a salir
de mi piel como pequeñas perlas.