Bella Ataria, de rosadas mejillas, dorados cabellos y profundos océanos en las cuencas oculares.
Su mar era tan profundo que, a veces, daba la impresión de poder bucear en su interior en busca de los más extraños e insólitos tesoros que la vida esconde a los mortales.
Pero, ay, su cuerpo era la cariátide que sujetaba el templo de su hermosura. El apogeo de su esplendor, la cúspide de su abrasadora y arrebatadora perfección.